Esto es bastante clásico. Es muy antiguo y se remonta a los inicios, pero sobre todo agarró vuelo con la aparición de más y más alternativas para nosotros, los corredores, pensando en ese día que tanto preparamos. Si hay un elemento al que de verdad le ponemos atención, es a las zapatillas. Las adoramos, somos fanáticos de las zapatillas, y si son para correr, mucho mejor.
Algo que tenemos muy claro de entrada es que esa zapatilla añeja, gastada, que soportó toda esa carga de kilómetros al alba o muy tarde por las noches probablemente no es la mejor opción para el día de la carrera. Es simple: sus propiedades no son eternas, los materiales se deforman, se gastan, pierden ese impulso – literal -, que los fabricantes con tanto esmero intentaron proporcionar. Pero, ¿cada cuántos kilómetros cambiar de zapatilla?
Los teóricos hablan de 400 o 500 kilómetros, pero vamos, hoy es casi una ofensa pedir al corredor esforzado que estruje la pobre tarjeta de crédito tan seguido para cambiar de par. Además, la tecnología avanza más rápido de lo que somos capaces de procesar, lo que ha permitido desarrollar modelos que, dependiendo del uso y características propias del deportista, permiten una usabilidad mucho mayor a la que dicen los libros (más delante hablaremos de esto, específicamente).
Pero volvamos a lo que nos convoca: en término generales, siempre escuchamos el consejo clásico de que no es conveniente usar zapatillas nuevas el día de la carrera. Y esto es cierto por varias razones, partiendo por lo más obvio. ¿Cómo sabemos que algo nos funciona si nunca lo hemos usado previamente? Planificar con tiempo un par de entrenamientos específicos es una buena alternativa para confirmar o descartar posibles inconvenientes (rozaduras, ampollas, entre otros).